Otra vez llego arrastrándome a casa. Desequilibrado y perdido en el laberinto de mis pensamientos. Además, siempre olvido cuando bajo al bar a ahogar mis penas, que mis penas han superado ya muchos cursos de submarinismo.
Borracho como un bizcocho pretendo simplemente dormir. ¡Pero qué coño es esta gula que corroe de este modo mis tripas! Parezco una parturienta con antojos en el momento menos oportuno. ¡Dios! En cuanto cierro lo ojos, mis párpados se convierten en una gigantesca pantalla de autocine, en la que no deja de proyectarse una especie de anuncio de salchichas. Salchichas asadas en las que se adivinan las marcas tostadas de la parrilla. Deliciosas salchichas aplastadas entre dos rebanadas calientes de pan de molde. Y dicho manjar, aparece en mi memoria en medio de una gran fuente blanca rodeada de patatas finitas y alargadas, rociadas de un generoso chorretón de kepchup seseando por todo el plato.
¡Maldita sea! Y yo sin Dios y sin amigos que es peor. Nadie que se preste voluntario a satisfacer ésta gran necesidad que tengo de embucharme a dos carrillos un manjar a base de malditas salchichas y pintas de cerveza fría que mi garganta tragaría gustosa del mismo modo que traga agua un sumidero.
¿Qué puedo hacer? ¿Contar borreguitos? O mejor aún, ¿contar mujeres desnudas mientras me masturbo en busca del cansancio físico que me haga caer en coma hasta mañana a medio día? No, no creo que mi miembro esté dispuesto a dar la talla después de tanto alcohol. Lo mejor será vencer a mi pereza, levantarme y hurgar en la nevera, echar unas salchichas congeladas en la sartén, acompañarlas con pan duro y una lata de cerveza y después volver a la cama, con un pitillo entre los labios, sin ningún tipo de remordimiento.
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